La Casa Buena
Había una vez un anciano de cabellos blancos, testarudo como el roble que no se doblega al viento. Su corazón, aunque cansado, latía con una necedad que pocos podían comprender. Desde joven había soñado con una casa enorme, majestuosa, antigua como las leyendas que susurran las paredes de piedra. Esa casa era su obsesión, su delirio, su horizonte.
Tras años de sacrificios, renuncias y desvelos, por fin logró comprarla. La llamó con ternura “La Casa Buena”, convencido de que en ella encontraría la paz de su vejez. Llevó a su familia: una esposa dulce, abnegada, culta, y unos hijos estudiosos y limpios, que compartieron con él el sueño de habitar en aquel palacio de sombras y ecos.
Al principio todo parecía perfecto. Pero pronto descubrieron que la Casa Buena estaba infestada: ratas que se devoraban entre sí, cucarachas que se desbordaban al apagarse la luz, chinches y pulgas que atacaban en la penumbra de la noche, serpientes que se deslizaban silenciosas para después matarse unas a otras en una danza venenosa.
La esposa, paciente, barría cadáveres de ratas al amanecer y ocultaba su cansancio detrás de sonrisas tristes. Los hijos, con la piel marcada por las picaduras, comenzaron a perder el sueño y la calma. En la escuela, la miseria salió a la luz: un niño vio cómo de la ropa de uno de los pequeños de la Casa Buena caía una chinche gorda y roja de sangre. Los compañeros rieron, el niño golpeó en su furia, y la vergüenza manchó su nombre.
La madre fue llamada a la dirección. Confesó la plaga y escuchó un ofrecimiento: un padre de familia dueño de una empresa de fumigación podía ayudar. Solo bastaba pedirlo. Pero la mujer sabía que el anciano nunca aceptaría.
Y así fue. Cuando ella lo suplicó, el hombre estalló:
—¡Jamás permitiré que extraños invadan mi casa! ¡Me costó toda una vida tenerla! ¡Es nuestra, y aquí no entrará nadie! Esos animalitos son criaturas de Dios… también tienen derecho a vivir.
La esposa guardó silencio, pero sus lágrimas caían en secreto. Los hijos, resignados, callaban también.
Un día llegaron hasta la puerta los fumigadores con su camión, llenos de entusiasmo por ayudar. El anciano los corrió a gritos. La mujer, desde la sala, vio cómo se alejaban confundidos. Y esa noche escribió una carta.
Cuando el hombre volvió del trabajo, halló la casa vacía.
—¿Dónde están? —gritó, buscando voces que no respondían. Sobre la mesa encontró la carta: su esposa le decía que se marchaban, que no podían seguir viviendo entre alimañas, que el amor no podía sobrevivir a tanta necedad.
El anciano lloró, desconsolado. Y entonces, como si lo comprendieran, las alimañas comenzaron a salir de sus madrigueras. Ratas, insectos, serpientes se acercaron con cautela y, viendo su dolor, se apiñaron a su alrededor. Se quedó dormido entre sollozos, protegido únicamente por aquella corte inmunda.
Al amanecer, alguien llamó a la puerta. El viejo corrió esperanzado, creyendo que era su familia. Pero allí estaba una mujer elegante, delgada, de porte fuerte, con el cabello recogido. Tras ella se erguía un hombre alto, imponente, con la presencia de un héroe.
—Vengo a comprar esta casa —dijo la mujer con firmeza.
El anciano, con el corazón rendido, la dejó pasar. Las alimañas se estremecieron y retrocedieron, porque por primera vez sintieron miedo. Una nueva guardiana había llegado a la Casa Buena.
Este texto forma parte de la serie “Cuentos Políticos” de Alexa Capote, periodista transexual.
